Iba por una de esas calles
céntricas, bastante transitada, pero no tanto como las avenidas principales, en
las que los empujones y las aglomeraciones son una constante. Andaba yo cargado
con varias bolsas, mirando al suelo. Algunos inclinan más la cabeza hacia
arriba, yo soy de aquellos que cuando va cargado va mirando al suelo,
observando de reojo todos los obstáculos que tengo que esquivar. Sorteaba
árboles, bancos y a alguna que otra persona que paseaba tranquilamente. Unos
metros adelante andaba a una velocidad parecida a la mía un hombre con
sombrero, yo lo tenía como referencia pues marcaba el ritmo ideal para mi
vuelta a casa. Supe que tenía sombrero y que vestía de color marrón, porque mi
visión “reojística” está realmente desarrollada, desde mi época como estudiante
en la que conseguía copiarme a la perfección las respuestas del compañero (y no
sólo en los exámenes tipo test). Pero no me desvío más del tema. Andaba yo
manteniendo el pulso firme para que las bolsas no chocaran contra mis piernas
cuando el hombre del sombrero tropezó y a punto estuvo de caer al suelo. Lo que
parecía un simple movimiento erróneo, unos pasos mal conectados, acabó
convirtiéndose en un gesto realmente artístico, más propio del patinaje que de
un simple paseo por la ciudad. Con la nariz más cerca del suelo que del cielo,
el hombre del sombrero consiguió extender su pierna izquierda en un acto
reflejo, dejando el brazo izquierdo estirado en paralelo al suelo, y el puño
del derecho pegado a las lumbares. Si tenéis un momento os invito a que
recreéis la situación, os sentiréis como auténticos patinadores. La cuestión es
que aquel hombre, después de su curioso movimiento, comenzó el ritual de
ocultamiento: Se detuvo a observar si había alguna imperfección en el suelo que
hubiera provocado el tropiezo, miró a diestro y siniestro para ver si alguien
sonreía de manera pícara, etc. Concentrado yo en el momento tan peculiar que
acababa de vivir no me percaté de que un buzón de correo se abalanzó repentinamente
sobre mí. Conseguí poner delante las bolsas, las cuales amortiguaron el golpe.
Mientras los chorros de zumo bajaban por las bolsas y llegaban a mis pantalones
y a mis zapatillas, fue entonces el hombre del sombrero quien me miró de reojo.
No me atrevo a decir que su gesto fuera de satisfacción, pero sí sé que fue
consciente de que él ya no era el protagonista de la escena. ¡Vaya con el
hombre del sombrero!
Cuentos, mensajes, historias, cosas que te pueden pasar a ti, y algunas un poco más estrambóticas. Sólo es una forma personal de entender las sensaciones. El poder de la imaginación es mágico, si tú también lo piensas, estás invitad@. ¿Me acompañas?
martes, 28 de octubre de 2014
domingo, 19 de octubre de 2014
El comienzo es para ella
Te lo he entregado todo. Y no, no
como lo entrega aquel que se enamora, deja caer unos cuantos besos, ama unos
cuantos años y después se va de puntillas. No me vale el amor si no es eterno,
ni los anillos que tatúan “siempres”, y que con el tiempo pierden sus letras. El
amor entre personas es bello, no hay duda, pero tantas veces se olvidan de que
hay viento que al final la llama se apaga, y convierte lo que fueron baladas en
canciones sin alma. Cuando digo que te lo he entregado todo quizá no me creas.
Sé que me esperaste demasiadas veces en algún rincón de mi mente con historias
que necesitaban ser contadas. Aún te recuerdo llamando a la puerta de aquel
chico perdido, mientras él andaba sobre finos hilos que confundía con caminos
hacia la esperanza. Pero aquel pequeño ya jugaba a bailar con tus letras, a
cambiar el vestido a las frases de tus poemas, y a besar en la mejilla, con la
inocencia de un niño, a las chicas de tus canciones. Pero son tantas tus formas,
que a veces me despierto en la noche obsesionado con que una palabra se me
escapa, y sin ella el sentido de mi escrito pierde toda su fuerza. Hoy, en este
nuevo lugar, y en este nuevo comienzo, no puedo fingir que no nos conocemos.
Por eso, aprovecho estas primeras líneas para decirte “gracias”, por tus ratos,
por tu trato, por tu dulzura y tu verdad, por ayudarme a mejorar cuando
escribía rimas sin sentido en algún papel perdido, y por hacer que te sintiera
mi refugio cuando el agua de la tormenta llegaba a quemar. Tú siempre
apareciste para poner un lápiz en mi mano y hacerlo todo un poco más sencillo.
Gracias.
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