jueves, 6 de noviembre de 2014

JULIA Y ANTONIO (Capítulo 1) Colaboración con mi compi Sandra. Gracias!! :-)

Míralo, ahí tumbado, eso es lo que me ha tocado. Cuando Dios repartió los maridos a mí me tocó éste, tendré que aceptarlo. Si ese sofá hablara, seguro que se pondría de mi parte. Pero, claro, a mí no me hace ni caso. Cuando estaban Alberto y Luisa era distinto, pero ahora… No sé para qué quiere tanto canal, tanto programa de deportes si… ¡Míralo! Se duerme cada dos por tres. ¿Tan cansado está? ¿De qué? ¡Ay! Mira cómo abre un poquito el ojo derecho, si es que en el fondo es tan tierno… Lo veo tan a gusto, y yo quejándome. ¡Con lo bien que me trata! Pero…Ay, no puedo con eso, la mano en la pared. ¡¿Es necesario apoyar la mano en la pared?! Siempre voy quitando marcas, las que va dejando él por donde pasa. Mañana mismo nos damos de baja de todos esos canales, ¡sólo son un sacacuartos! Ay, ahora abre el ojito izquierdo…
 
Ya está como siempre, la noto, menuda mujer... Buff, todo el santo día igual, observando, vigilando, controlando, pasando lista de lo que hago y lo que dejo de hacer. ¡Pongo la tele sólo para no mirarla! Y mira que los programas son malos de cojones pero lo que sea antes que tenerla de frente. Qué digo yo ¿qué vería en ella? ¡Ay si ahora tuviera la edad de Alberto o Luisa! Otro gallo cantaría... La veo por el reflejo de la cristalera, seguro que está con lo de la pared... Aún sigue teniendo ese mechón de pelo que tanto me gusta, la hace tan tierna, pero es que cuando hablas no escucha, ¡va a la suya y no hay quien la saque del tema! Que si la vecina del quinto, que si sabes lo que le ha pasado a la Vanesa, que si hoy  he visto en la peluquería a fulanita y en el supermercado me he encontrado al Sebastián. ¡Joder! Todo el día igual, le importan más los de fuera que los de casa... Pero y sus manos... Aún me acuerdo de las caricias que nos dábamos...
 
 

domingo, 2 de noviembre de 2014

Nunca acabo como empiezo


No me despierto con metáforas, cuando las palabras no me dicen más de lo que significan, y simplemente me dan de forma educada los buenos días.  No me tomo un colacao con ironías, cuando tengo que ser claro, y las palabras no quieren que juegue con ellas, entonces juego con la cucharilla. Intento no vestirme con trajes de mentiras, aunque reconozco que a veces el desayuno me apacigua y siento que las verdades deben quedarse en casa. Subo a un tren de palabras cruzadas, de conversaciones esperanzadoras, mordaces críticas y quejas por habitaciones sin ordenar. Cada persona es un mundo, y un tren es capaz de contener mil mundos de camino a la oficina. Trabajo guardando silencios cuando quiero gritar verdades, y acato órdenes que a veces no comprendo. Anhelo respetos cuando a malas me exigen resultados, y siento que los “porfavores” quedaron guardados en algún cajón de un despacho. Por eso, cuando vuelvo a casa, ya no tengo tanto remilgo con las palabras, ellas me piden que me sienta libre, y que así se lo demuestre. Que les quite lentamente la ropa si son poesía, si son humor que me atasque en el cierre del sostén, o que las bese sin control si unos folios arrebatan mis emociones. Sólo quieren saber que sigo sintiendo por ellas la misma pasión que el primer día.



martes, 28 de octubre de 2014

El hombre del sombrero

Iba por una de esas calles céntricas, bastante transitada, pero no tanto como las avenidas principales, en las que los empujones y las aglomeraciones son una constante. Andaba yo cargado con varias bolsas, mirando al suelo. Algunos inclinan más la cabeza hacia arriba, yo soy de aquellos que cuando va cargado va mirando al suelo, observando de reojo todos los obstáculos que tengo que esquivar. Sorteaba árboles, bancos y a alguna que otra persona que paseaba tranquilamente. Unos metros adelante andaba a una velocidad parecida a la mía un hombre con sombrero, yo lo tenía como referencia pues marcaba el ritmo ideal para mi vuelta a casa. Supe que tenía sombrero y que vestía de color marrón, porque mi visión “reojística” está realmente desarrollada, desde mi época como estudiante en la que conseguía copiarme a la perfección las respuestas del compañero (y no sólo en los exámenes tipo test). Pero no me desvío más del tema. Andaba yo manteniendo el pulso firme para que las bolsas no chocaran contra mis piernas cuando el hombre del sombrero tropezó y a punto estuvo de caer al suelo. Lo que parecía un simple movimiento erróneo, unos pasos mal conectados, acabó convirtiéndose en un gesto realmente artístico, más propio del patinaje que de un simple paseo por la ciudad. Con la nariz más cerca del suelo que del cielo, el hombre del sombrero consiguió extender su pierna izquierda en un acto reflejo, dejando el brazo izquierdo estirado en paralelo al suelo, y el puño del derecho pegado a las lumbares. Si tenéis un momento os invito a que recreéis la situación, os sentiréis como auténticos patinadores. La cuestión es que aquel hombre, después de su curioso movimiento, comenzó el ritual de ocultamiento: Se detuvo a observar si había alguna imperfección en el suelo que hubiera provocado el tropiezo, miró a diestro y siniestro para ver si alguien sonreía de manera pícara, etc. Concentrado yo en el momento tan peculiar que acababa de vivir no me percaté de que un buzón de correo se abalanzó repentinamente sobre mí. Conseguí poner delante las bolsas, las cuales amortiguaron el golpe. Mientras los chorros de zumo bajaban por las bolsas y llegaban a mis pantalones y a mis zapatillas, fue entonces el hombre del sombrero quien me miró de reojo. No me atrevo a decir que su gesto fuera de satisfacción, pero sí sé que fue consciente de que él ya no era el protagonista de la escena. ¡Vaya con el hombre del sombrero!


domingo, 19 de octubre de 2014

El comienzo es para ella

Te lo he entregado todo. Y no, no como lo entrega aquel que se enamora, deja caer unos cuantos besos, ama unos cuantos años y después se va de puntillas. No me vale el amor si no es eterno, ni los anillos que tatúan “siempres”, y que con el tiempo pierden sus letras. El amor entre personas es bello, no hay duda, pero tantas veces se olvidan de que hay viento que al final la llama se apaga, y convierte lo que fueron baladas en canciones sin alma. Cuando digo que te lo he entregado todo quizá no me creas. Sé que me esperaste demasiadas veces en algún rincón de mi mente con historias que necesitaban ser contadas. Aún te recuerdo llamando a la puerta de aquel chico perdido, mientras él andaba sobre finos hilos que confundía con caminos hacia la esperanza. Pero aquel pequeño ya jugaba a bailar con tus letras, a cambiar el vestido a las frases de tus poemas, y a besar en la mejilla, con la inocencia de un niño, a las chicas de tus canciones. Pero son tantas tus formas, que a veces me despierto en la noche obsesionado con que una palabra se me escapa, y sin ella el sentido de mi escrito pierde toda su fuerza. Hoy, en este nuevo lugar, y en este nuevo comienzo, no puedo fingir que no nos conocemos. Por eso, aprovecho estas primeras líneas para decirte “gracias”, por tus ratos, por tu trato, por tu dulzura y tu verdad, por ayudarme a mejorar cuando escribía rimas sin sentido en algún papel perdido, y por hacer que te sintiera mi refugio cuando el agua de la tormenta llegaba a quemar. Tú siempre apareciste para poner un lápiz en mi mano y hacerlo todo un poco más sencillo. Gracias.